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Discurso del alcalde con motivo del Homenaje del Festival Internacional de Teatro Clasico

Queridas amigas y amigos, a estos corrales convocados,

Hace algunos años a cuenta de la inauguración de la segunda biblioteca más importante en incunables de España que es la del Alcázar de Toledo. El entonces presidente de la Academia de la Lengua, Fernando Lázaro Carreter, dio una conferencia inaugural en la que empezó diciendo: hoy sería un día importante para la historia de España, si hoy en España no hubiera un importante partido de fútbol.

No es hoy el día en el que en España haya un importante partido de fútbol (por los pelos), pero tampoco será un importante día para la historia de España el homenaje a un hombre de teatro.

Esto me hace reflexionar que cuando el disparate se instala en la realidad es porque la sociedad está enferma. Y una sociedad en la que mañana ocupará más espacio en los medios de comunicación cualquier anuncio publicitario que este acto, no diré yo que enferma esté, pero que se lo tiene que hacer ver, sí.

Partiendo de esta premisa, hoy sí es un día importante para Juan Gómez-Cornejo y para mí.

Me permitiréis la licencia, que sin permiso me tomo, de caer en la flaqueza humana de confesaros la emoción que esta tarde y en este lugar me embarga.

Siendo yo un adolescente de los entonces sueños, hoy hojas caídas del árbol del corazón… me subí a estas tablas interpretando a un náufrago que, en verdad, nunca dejé de ser.

Rezan los versos que:

Siempre hay que volver / a los lugares y los encuentros que nos hicieron felices

Para recuperar de ellos / lo que de nosotros dejamos.

Y verbigracia al acierto y ajustado criterio de quienes han promovido este homenaje a Juan Gómez-Cornejo, hoy vuelvo yo a recoger en esta anagnórisis los sueños que en estas tablas dejé por la generosidad de Ignacio García (a la sazón director de este Festival de Almagro) que ha tenido la deferencia -no sé si el acierto- de pedirme ser el mentor de este acto, que de corazón le agradezco.

Se cuenta y “se non è vero, è ben trovato”, que a su regreso de Italia después de haber dirigido la casa de España en Roma, le fue entregado a don Ramón María del Valle Inclán la que entonces era -lo que hoy es- la Medalla de Bellas Artes, de manos del rey Alfonso XIII, y al recogerla el dramaturgo se la agradeció diciéndole:

Señor muchas gracias por entregarme este reconocimiento que tanto me merezco

El monarca (supongo que sorprendido) le replicó que cuando él entregaba alguna condecoración, los agraciados, siempre le decían que no se lo merecían. El debate lo cerró Valle Inclán sentenciando: ¡Y llevan muchísima razón!

No es el caso que aquí nos trae. Porque de haber estado hoy el rey aquí compartiría con todos nosotros que Juan Gómez-Cornejo, como Valle Inclán, si se merece este homenaje.

Quien compartió no pocos lances con Luis Miguel Dominguín, me contó que lo peor que llevaba el torero de ser español, es que en este país nuestro “no se pude hablar bien de un vivo ni mal de un muerto”.

Es por esto normal en España, que no raro, que los reconocimientos se den cuando muerto está el protagonista para que la envidia no tenga franco en el que justificarse.

¡Que bien! que a Juan le hayan dado todos en vida. Y digo todos… porque repasando la lista de sus reconocimientos (que por cortesía al tiempo y a la paciencia de los presentes no enumeraré), bien podría decirse que el único que le faltaba era este. Aún a sabiendas de que no será el último.

Y no piensen que cuanto hasta aquí he dicho, y diré, lo hago gregariamente en busca de su voto. Pues, por si no es sabido por los presentes, Juan es valdepeñero y yo el alcalde de Valdepeñas. Pero se da la circunstancia de que Juan no está empadronado en su ciudad, luego malamente pudiera votarme. Y aunque confieso emular a la iglesia predicando entre herejes no necesitaría yo del evangelio para rendirme ante este hombre porque ya tengo de él lo que la urna no puede darme: el afecto del amigo.

Déjenme que les diga una cosa. Compartirán conmigo, que en esta vida hasta la fama se mendiga, solo la gloria se alcanza. Y Juan, sin proponérselo, ya tiene garantizada la gloria a fuerza de no mendigar la fama. Y no porque disponga de un oficio con no pocas luces… por aquí se dice: “que pocas luces tiene este hombre” cuando de evidenciar las carencias del talento se trata. Sino por ser él la inspiración de la luz en la caja negra de no pocos sueños que sin su talento serian solo candilejas sin proscenio.

Mi llorado Paco Nieva dejó escrito que “a la vida se le pone un marco y ya es teatro”. Pero un marco, sin luz ni sobras, sólo es un lienzo en blanco. Porque la luz –o la no luz- que tanto da para el caso que nos ocupa, en su inocua apariencia, es a un escenario lo que el silencio al amor: una caricia de encuentro.

La luz es eso que creyendo ver no vemos, de ahí su arcano. Sin la luz no hay horizonte. Decía San Agustín que el mal no es esencia en sí mismo, sino una carencia de bien, por lo tanto, las sombras de un escenario que tantas incertidumbres le crean al espectador, no es una carencia de luz, es una esencia que solo un artista sabe conformar.

Y aquí donde lo vemos con esta pinta de un Albert Einstein adolescente y cualquiera,  Juan Gómez Cornejo, es un niño de luz que como la última página del libro, lleva en su existencia, la memoria herida que queda después de la batalla.

Para los que del lugar no sean, les informaré de algo. En la generación de Juan, que también es la mía, había tres estereotipos sociales dependiendo de las capacidades y los posibles de la familia del protagonista. Los unos estudiaban para médicos porque eran ricos y supuestamente inteligentes. Los otros para maestros, porque eran humildes pero listos. Y los que eran pobres o “con pocas luces” o ambas cosas, como fue mi caso, nos llevaban a la Escuela de Maestría a aprender un oficio.

Juan Gómez Cornejo, como tantos otros adolescentes de su época -y para vergüenza colectiva de la contemporánea también- tuvo que emigrar de su tierra con una beca para estudiar magisterio y cuando se le acabó la beca se quedó a oscuras. Por eso aprendió un oficio. O sea, que podría decirse, que estando bien posicionado en la segunda escala social, la de los “listos”, descendió a la tercera la de “con pocas luces”, para elevarse a la primera, la de los “inteligentes”, haciendo de su oficio un arte.

¿Pues ya me dirán ustedes si, quien es capaz de hacer esa pirueta, no merece un homenaje?

Y, mes a mes, todo eso lo tuvo que hacer a gatas. Porque en este País hay quien nace de pie y sin excusa de fatiga se sienta obviando su buena suerte. Por el contrario, otros, naciendo en decúbito reposo y no teniendo una mano que les meza la cuna, tienen que aprender a andar a gatas. Y en su indolencia, en no pocas ocasiones, aprenden a querer -a veces a amar- a aquello que hacen, sin importarles quien no los besó. Eso es lo que les hace generosos:

Todo lo que queremos nos quiere

Aunque no quiera querernos

Nos dice que no y que no

Pero hay que seguir queriendo.

Jorge Guillen

Y el teatro quiere a Juan, porque Juan quiere al teatro, con sus luces y sus sombras, las que él crea, para que el actor o la actriz puedan proyectar la incertidumbre de la angustia en el espacio.

¿Que cómo un muchacho de pueblo consigue hacer esto? Porque “ningún artista es más contemporáneo que un cateto del revés” (otra vez Paco Nieva). Y Juan Gómez-Cornejo es un cateto del revés que lleva clavada en el iris de sus ojos, la luz de los sempiternos horizontes de La Mancha que hicieron posible que en esta tierra naciera el loco más cuerdo que en el mundo ha sido.

Enhorabuena amigo Juan, este homenaje no te lo regalan los amigos (aunque en tu nombre hoy y aquí yo les doy las gracias). Te lo cobras tú, a cuenta de esa granada rota, que todos llevamos en el corazón.

Muchas gracias.

Jesús Martín Rodríguez

Almagro, 23 de julio de 2018

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