Brindis Poético a cargo de D. Antonio Hernández, Premio Nacional de Poesía 2014
Excmo. Sr. Alcalde. Autoridades. Señoras y señores:
Cuenta la historia de la mojiganga que cuando estaba a punto de entregar su alma a Dios el más famoso de los comediantes franceses –a lo visto artista preferido por Racine, Corneille y Molière–, no sé si Taconet de nombre o apodo, fue requerido a que manifestara su último deseo. Alguien entre los de la farándula, corifea suya, le ofreció una lista de oportunidades –un sacerdote para que confesara sus culpas, un médico para que aliviase en lo posible su última dolencia y la presencia de la persona amada, ausente por lo visto del trance–, a lo que enérgicamente respondió: “¡Tráigame mejor un vaso de buen Borgoña!”.
El Quiroba, albañil de mi pueblo emigrado a Cataluña por los años sesenta, echaba el último tabique de un cuarto y, con el cante entusiasmado y el Valdepeñas entusiasmante, cuando se dio cuenta, se dio cuenta también de que se había quedado dentro.
Al Mochengue, otro que tal paisano mío, se le prohibió la entrada en el Hogar del Pensionista de mi pueblo por no ser tal pensionista y respondió de la siguiente manera: “Yo lo que quiero es tomarme una copa, pero como me lo impiden porque no soy pensionista, ahora mismo me voy a traer a mi madre, que sí lo es, y se va a tomar dos copas.
El ya mencionado Quiroba, que era como he dicho, algo festero, se lo gastó en vino felizmente y le comunicó a su madre que no le enviaba dinero –desde que emigró– porque el dinero de Barcelona no valía en Andalucía.
Podría seguir, pero no quiero dar la impresión de que mis paisanos todos son unos borrachines irredimibles en caso de que los casos personales tengan que ser redimibles. No voy a citar exhaustivamente al poeta Omar Khayyan salvo en la base de su evangelio: El vino –decía– es la única medicina que cura el alma cuando está enferma de tristeza. Quien lo probó lo sabe, como dice Lope de Vega en uno de sus sonetos más hermosos. Yo también lo he probado con tanto exceso como placer y, ahora lo digo totalmente en serio, lo sigo probando como deleite y como rica medicina curativa. Ruego que no se lo tomen ni como irreverencia ni como broma, pero antes de todas mis intervenciones públicas me meto dos benignos latigazos, pongo por testigo a la mejor especialista en otorrinolaringología de España, doña Carmen Vergara, titular en el madrileño Hospital de La Moncloa. No voy a entrar en pormenores excepto que su prescripción estaba avalada por un argumento maravilloso: “El vino tinto tiene mucho tanino”. Y añadió: “ Y no sólo es mano de santo para la distonía laríngea, sino también para el corazón”.
Lo último ya me lo había asegurado el gran poeta Luis Rosales. Solía recordad, estuviera o no contentito, que tradicionalmente los franceses daban el índice más bajo de enfermedades del corazón gracias a sus portentosas viñas y al buen gusto de nuestros vecinos norteños. Tal como suena, y bien que sonaba su poesía:
de vino hay que beber
la vida gota a gota
porque la angustia embriaga, como el vino,
hasta poder decir:
llegó la hora,
no sabemos de qué,
no lo sabemos
ni lo hemos de saber,
pero no importa,
ha llegado y es todo: nos empuja;
es nuestra y nos conforta.
Considérate vivo y no preguntes
lo que tienes que hacer,
llegó la hora.
de sus tatarabuelos, los lejanos
ancestros de mi sangre conocían
por sus nombres los vientos y los astros.
Su forma de expresarse era oración.
Dios estaba en las palmas de sus manos
y se iba pareciendo a la esperanza
si las vides granaban. Ante el milagro,
aquellos hombres de los que procedo
porque cunda el misterio por su rastro,
encendían fogatas, se abrazaban
y al quererse se hacían sobrehumanos.
No sé de quienes hablo, pero digo
de mí cuando en espíritu me entablo,
cuando en este silencio nemoroso
miro el cielo magándose, cuajado
de lenguas que proyectan unos signos,
una conversación de antepasados
tal si en ellas viviera la costumbre
de quienes largamente las miraron.
Cuando el hombre era hombre, celebraba
las cosechas, se amaba. Y en sus ratos
libres miraba el cielo, sus señales
pensativo.
Y a Dios daba reinado.
(……………………………………….)
Siempre que fui más noble y entregado
lo tuve compañero. Me subía,
ser divino en la sangre, de la tierra
como una vastedad. Era caricia
y, libre, por la noche de los campos,
el mundo en él pañuelo de noticias,
una larga extensión de mi inocencia
celebrada.
Desde sus manos iba
empadronado en gloria y dando tumbos
de corazón, de gracias sorprendida
y el firmamento me pagaba en gozo
la recompensa de su reolina.
Siempre era el vino compañero entonces,
buen amigo de verme alzar la vida,
mellizo generoso de mi alma,
desordenado como la alegría,
bastante gozador y nada cojo
en los momentos de seguir la prisa
de vivir más, de ser multiplicado,
no en años, en la luz de su bebida
alucinante de tenerlo todo
y ver que todo de ella participa.
con vino encima. ¿Quién va a aguarlo ahora
que estamos en el pueblo y lo bebemos
en paz? Y sin especias,
no en el sabor de la fuerza, media azumbre
de vino peleón, doncel o albillo,
tinto. Cuánto necesita
mi juventud, mi corazón, qué poco.
¡Meted hoy en los ojos el aliento
del mundo, el resplandor del día! Cuándo
por una sola vez y aquí, enfilando
cielo y tierra, estaremos ciegos. ¡Tardes,
mañanas, noches, todo, árboles, senderos,
cegadme. El sol no importa, las lejanas
estrellas. Quiero ver, oh, quiero veros!
Y corre el vino y cuánta,
entre pecho y espalda cuánta madre
de amistad fiel nos riegas y nos desbroza.
este vino a cruzar por nuestra pena;
sin color, turbio y sordo, ya resuena
en el crisol de la destilería.
Si él pudiera escapar, escaparía
del volcán que lo erupta y lo requema
como una lava hasta dejarlo en flema
y alcohol por bisturí de cirugía.
No habléis del vino aquel que en su alegría
de ser brote y racimo y ser venero,
luchó con su tinaja noblemente.
Ha sido desahuciado. Todavía
puede que esté buscando bodeguero
que lo trasiegue jubilosamente.
Antonio Hernández