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Fiestas del Vino . 63 Fiestas del Vino año 2016

Brindis Poético a cargo de D. Antonio Hernández, Premio Nacional de Poesía 2014

Excmo. Sr. Alcalde. Autoridades. Señoras y señores:

 

Cuenta la historia de la mojiganga que cuando estaba a punto de entregar su alma a Dios el más famoso de los comediantes franceses –a lo visto artista preferido por Racine, Corneille y Molière–, no sé si Taconet de nombre o apodo, fue requerido a que manifestara su último deseo. Alguien entre los de la farándula, corifea suya, le ofreció una lista de oportunidades –un sacerdote para que confesara sus culpas, un médico para que aliviase en lo posible su última dolencia y la presencia de la persona amada, ausente por lo visto del trance–, a lo que enérgicamente respondió: “¡Tráigame mejor un vaso de buen Borgoña!”.

El Quiroba, albañil de mi pueblo emigrado a Cataluña por los años sesenta, echaba el último tabique de un cuarto y, con el cante entusiasmado y el Valdepeñas entusiasmante, cuando se dio cuenta, se dio cuenta también de que se había quedado dentro.

Al Mochengue, otro que tal paisano mío, se le prohibió la entrada en el Hogar del Pensionista de mi pueblo  por no ser tal pensionista y respondió de la siguiente manera: “Yo lo que quiero es tomarme una copa, pero como me lo impiden porque no soy pensionista, ahora mismo me voy a traer a mi madre, que sí lo es, y se va a tomar dos copas.

El ya mencionado Quiroba, que era como he dicho, algo festero, se lo gastó en vino felizmente y le comunicó a su madre que no le enviaba dinero –desde que emigró– porque el dinero de Barcelona no valía en Andalucía.

Podría seguir, pero no quiero dar la impresión de que mis paisanos todos son unos borrachines irredimibles en caso de que los casos personales tengan que ser redimibles. No voy a citar exhaustivamente al poeta Omar Khayyan salvo en la base de su evangelio: El vino –decía– es la única medicina que cura el alma cuando está enferma de tristeza. Quien lo probó lo sabe, como dice Lope de Vega en uno de sus sonetos más hermosos. Yo también lo he probado con tanto exceso como placer y, ahora lo digo totalmente en serio, lo sigo probando como deleite y como rica medicina curativa. Ruego que no se lo tomen ni como irreverencia ni como broma, pero antes de todas mis intervenciones públicas me meto dos benignos latigazos, pongo por testigo a la mejor especialista en otorrinolaringología de España, doña Carmen Vergara, titular en el madrileño Hospital de La Moncloa. No voy a entrar en pormenores excepto que su prescripción estaba avalada por un argumento maravilloso: “El vino tinto tiene mucho tanino”. Y añadió: “ Y no sólo es mano de santo para la distonía laríngea, sino también para el corazón”.

Lo último ya me lo había asegurado el gran poeta Luis Rosales. Solía recordad, estuviera o no contentito, que tradicionalmente los franceses daban el índice más bajo de enfermedades del corazón gracias a sus portentosas viñas y al buen gusto de nuestros vecinos norteños. Tal como suena, y bien que sonaba su poesía:

 

Como una copa

 

de vino hay que beber

la vida gota a gota

porque la angustia embriaga, como el vino,

hasta poder decir:

llegó la hora,

no sabemos de qué,

no lo sabemos

ni lo hemos de saber,

pero no importa,

ha llegado y es todo: nos empuja;

es nuestra y nos conforta.

Considérate vivo y no preguntes

lo que tienes que hacer,

llegó la hora.

 

 

Los poetas han sido siempre grandes amadores de la copa de oro y mucho antes de que Anacreonte se pirrara por el vino. “Escancia, hermoso Ganímedes” le hemos oído decir más de una vez. Pero estos momentos de que dispongo se me agotarían con tan sólo hablar de la Epopeya de Gilgamesh, en la que mil años antes que en la Biblia ya se habla de un Diluvio Universal en el que no falta el mosto para alimentar el espíritu de los futuros navegantes en el astillero. Y, desde El vino de los vivos y los muertos en el antiguo Egipto hasta ahora mismo no ha habido época en la que, el vino, no haya sido fuente para la sangre relatora. Casi habría que coger al azar cualquier punto del orbe cristiano para quedarnos en él cantando su gloria transparente u oscura, en cualquier época, en cualquiera generación, en su cadena de tiempo que yo mismo he referido:

 

 

Los padres de mis padres, los abuelos

 

de sus tatarabuelos, los lejanos

ancestros de mi sangre conocían

por sus nombres los vientos y los astros.

Su forma de expresarse era oración.

Dios estaba en las palmas de sus manos

y se iba pareciendo a la esperanza

si las vides granaban. Ante el milagro,

aquellos hombres de los que procedo

porque cunda el misterio por su rastro,

encendían fogatas, se abrazaban

y al quererse se hacían sobrehumanos.

No sé de quienes hablo, pero digo

de mí cuando en espíritu me entablo,

cuando en este silencio nemoroso

miro el cielo magándose, cuajado

de lenguas que proyectan unos signos,

una conversación de antepasados

tal si en ellas viviera la costumbre

de quienes largamente las miraron.

Cuando el hombre era hombre, celebraba

las cosechas, se amaba. Y en sus ratos

libres miraba el cielo, sus señales

pensativo.

Y a Dios daba reinado.

(……………………………………….)

Siempre que fui más noble y entregado

lo tuve compañero. Me subía,

ser divino en la sangre, de la tierra

como una vastedad. Era caricia

y, libre, por la noche de los campos,

el mundo en él pañuelo de noticias,

una larga extensión de mi inocencia

celebrada.

Desde sus manos iba

empadronado en gloria y dando tumbos

de corazón, de gracias sorprendida

y el firmamento me pagaba en gozo

la recompensa de su reolina.

Siempre era el vino compañero entonces,

buen amigo de verme alzar la vida,

mellizo generoso de mi alma,

desordenado como la alegría,

bastante gozador y nada cojo

en los momentos de seguir la prisa

de vivir más, de ser multiplicado,

no en años, en la luz de su bebida

alucinante de tenerlo todo

y ver que todo de ella participa.

 

El ritmo endecasilábico de este poema y la rima aconsonantada así como el tema tienen un posible parentesco con mi compadre el singular poeta Claudio Rodríguez, quien en el bautizo de mi hijo le dijo con toda seriedad al cura que le echara vino en vez de agua. Claudio, por su gran categoría poética y desde su primer libro, Premio Adonais de 1963, titulado Don de la ebriedad, debió de influirme al par que se influía potenciando su creatividad en la que el vino es exaltación “y medio para alcanzar otro estado que supera al de la normalidad y la comprende en sí”, como en los grandes maestros franceses –Rimbaud, Baudelaire, Verlaine– y como podemos comprobar en el poema “Con media azumbre de vino”, contenido en su libro Conjuros:

 

 

Nunca serios, siempre

 

con vino encima. ¿Quién va a aguarlo ahora

que estamos en el pueblo y lo bebemos

en paz? Y sin especias,

no en el sabor de la fuerza, media azumbre

de vino peleón, doncel o albillo,

tinto. Cuánto necesita

mi juventud, mi corazón, qué poco.

¡Meted hoy en los ojos el aliento

del mundo, el resplandor del día! Cuándo

por una sola vez y aquí, enfilando

cielo y tierra, estaremos ciegos. ¡Tardes,

mañanas, noches, todo, árboles, senderos,

cegadme. El sol no importa, las lejanas

estrellas. Quiero ver, oh, quiero veros!

Y corre el vino y cuánta,

entre pecho y espalda cuánta madre

de amistad fiel nos riegas y nos desbroza.

 

Claudio no sólo cantaba el vino sino que lo celebraba como si de un alimento espiritual se tratase. “Su significación simbólica, aunque análoga a la de la uva, se diferencia de ésta en que el vino suele tener con frecuencia un sentido de juventud o vitalidad”. El vino es la representación simbólica del vigor de la vida. Pero no siempre su gloria puede aprovecharse. En la Promoción poética del 50, tal vez la más importante desde la del 27 –García Lorca, Alberti, Luis Cernuda…– también tiene su sitio la elegía, el canto lamentado por el milagro potencial que no cuajó. Eladio Cabañero, el gran poeta tomellosino lo humaniza y lamenta que su condición sólo virtual de bálsamo haya sido condenado a no redimirnos de la pena, aunque se refugia en la esperanza:

 

 

Le han quitado el derecho que tenía

 

este vino a cruzar por nuestra pena;

sin color, turbio y sordo, ya resuena

en el crisol de la destilería.

Si él pudiera escapar, escaparía

del volcán que lo erupta y lo requema

como una lava hasta dejarlo en flema

y alcohol por bisturí de cirugía.

No habléis del vino aquel que en su alegría

de ser brote y racimo y ser venero,

luchó con su tinaja noblemente.

Ha sido desahuciado. Todavía

puede que esté buscando bodeguero

que lo trasiegue jubilosamente.

 

No sé, pero a ratos pienso que si pasaran cerca mis paisanos Quiroba y Mochengue, se lo beberían. Permítaseme la broma: Cervantes, el gran castellanomanchego que ahora celebramos en el cuatrocientos aniversario de su fallecimiento, pide paso para decirnos que “Tú no sabes / cómo el calor vinático despierta // los espíritus muertos y dormidos” o que tal personaje “alababa el vino, que le ponía en las nubes, aunque no se atrevía a dejarle mucho en ellas porque no se aguace”. Shakespeare, su coetáneo inglés, tal vez menos zumbón, aseguraba que el vino “es una jovial criatura si se usa debidamente”. Sin embargo, absolutamente cauteloso, se guardaba de decirnos en qué medida. El tercer rey mago de la literatura mundial, el gran Goethe, nos aseguraba que el vino “alegra el corazón del hombre y la alegría es la madre de todas las virtudes”. Solo que el manchego podía ser más radical en su consejo: “Vivamos para beber, / pues para beber vivimos”. Seguro que ahora, don Miguel, desde la Eternidad del Parnaso, está diciendo: “…Luego brindemos. Con vino de Valdepeñas”.

 

Antonio Hernández

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