Un brindis cervantino para Valdepeñas

Los pregones, los discursos inaugurales, las arengas y los brindis, aun perteneciendo a ocasiones tan distintas (la inminencia de una batalla, el comienzo de una fiesta, el estreno de alguna obra pública, pongamos por caso, o el momento de aupar los corazones y levantar las copas en compañía), son alocuciones a las que se les exige participar de una misma característica: la rotundidad. Hay géneros literarios que necesitan el entusiasmo previo, la convicción absoluta. Los brindis constituyen el mejor ejemplo de ello. Si el encargado de pronunciarlos no posee la certeza sentimental sobre aquello que dice, más vale que se quede en casa, rumiando sus dudas filosóficas. A brindar se acude con fervor. De manera que voy a ser rotundo en mis afirmaciones: amo el vino, y amo el vino de Valdepeñas.

Amo el vino, porque lo considero una de las grandes creaciones culturales y sensitivas de la humanidad, a la altura de la alta poesía universal, de la música, de la gran pintura de todos los tiempos. No digo que una sinfonía de Mozart, un lienzo de Velázquez o un soneto de Quevedo sean comparables a una buena botella de vino. Las comparaciones suelen ser formas generales del empobrecimiento. Defiendo que la invención del vino es tan capital para la obra del hombre como el gran arte, porque el arte y el vino aspiran al mismo ideal. Quieren reconfortar el cuerpo y el espíritu,  proporcionándole una experiencia honda de placer intelectual y físico. Pretenden, apelando a la sensibilidad del interlocutor, darnos cobijo en el mundo, hablarnos de lo que somos capaces, de hasta dónde puede llegar el refinamiento de nuestras aptitudes, infundirnos un poco de calor en la noche del alma. No son sólo las palabras las que guían mi discurso. Aludo a la benigna utilidad de una copa de vino, de un soneto, de una pieza de cámara, de una acuarela en el museo. La cultura es la herramienta más sutil. Si no nos sirve para ser mejores, no nos sirve para nada.

Amo el vino de Valdepeñas, porque es el más cervantino de todos, el cervantino por antonomasia. Se ha dicho mil veces, con razón, que la mirada de Cervantes sobre el mundo es de un humor caritativo, de una ironía que no pretende herir. Sin miedo a lo descarnado, pero sin apetito lesivo; sin dejar de referirse a las asperezas de la vida, pero con amor hacia lo que nombra. Una mirada cabal, humanista. Lo cervantino nunca es inflexible: don Quijote y Sancho se turnan en la defensa del equilibrio y en la práctica del exceso, en la predicación de la mesura y en el ejercicio de la abundancia.

El vino de esta tierra, haciendo una traslación líquida de lo cervantino, participa de esos mismos rasgos. Es recio, pero grácil: modesto en su filosofía original, pero orgulloso de su tradición milenaria. Un vino –utilizando un término del gusto renacentista- que aspira al decoro, que en términos vitales significa aspirar a ser un vino para todo el mundo, al alcance de todos y que sepa satisfacer todos los paladares. Una creación, salvando las distancias que haya salvar, cervantina, porque en Cervantes el verbo beber es un sinónimo cotidiano del verbo vivir.

De manera que seamos dignos de este vino y de este poeta. Brindemos por lo que hay que brindar siempre: por todos nosotros. Por la alegría de hallarnos juntos en esta burbuja del tiempo, por haber coincidido en este instante de plenitud. Brindemos por el vino que nos hace brindar: el vino de Valdepeñas. Seamos sensatos; esto es, dejémonos guiar por la desmesura en este día. Sancho Panza confesaba: Yo bebo siempre que puedo, y a veces cuando no debo. Hoy debemos beber, porque podemos. Porque nos lo exige nuestra satisfacción. Hoy, quien no brinde, no está a la altura de lo humano más grande: de la voluntad de ser feliz. Eso pretende la cultura. Eso pretende el vino. Salud, hermanos.

Carlos Marzal